Hay un tipo por ahí, un tal Elon Musk, que va camino de cambiar el mundo. Se le ve por California de vez en cuando, portando sus insultantes 42 años como cualquier casual wear. De su magín han salido ya cosas espectaculares, como Paypal, que no sólo le han convertido a este chaval-camino-de-dejar-de-serlo en archimillonario, sino que le han dado pie para ensayar otras empresas aún más sobresalientes. Mucho más.
La última en la que anda metido es construir una Fábrica que abaratará enormemente el precio de las baterías de ion-litio que equipan a sus coches eléctricos, los muy reputados Tesla, o a los Boeing 787 Dreamliner, o a los teléfonos móviles de última generación. Ustedes se dirán, ¿y cómo va a cambiar mi vida que la batería de mi coche sea más barata, o que pueda rodar más kilómetros en mi híbrido sin recurrir a la gasolina? Pues bien fácil: porque podría suceder que esa batería que salga de la nueva Fábrica de Musk, si es que llega a construirla, no facilite tracción a su coche, sino energía a su casa toda entera; que se recargue con la luz del día y que le permita desengancharse de la red eléctrica.
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